
¡Atención bien alta! Hoy conocerán la historia de un niño tan valiente y curioso que se atrevió a enfrentarse al Diablo de los Tres Pelos de Oro. Con su bondad y un poco de ayuda sorpresiva, vivió aventuras llenas de risas, amistad y magia. Prepárense para un viaje inolvidable.
Había una vez un niño muy dulce que vivía con su padre, el rey, en un castillo modesto. Desde pequeño mostraba alegría al saludar a todos los que encontraba: soldaditos de juguete, flores del jardín y pájaros que pasaban volando. El reino era tranquilo, pero un adivino advirtió que al cumplir quince años, el niño debía traer tres pelos de oro del temido Diablo. El rey, preocupado por la seguridad de su hijo, lo envió lejos al bosque mágico con un saco vacío.
Mientras caminaba bajo los árboles altos, el niño escuchó un suspiro suave. Encontró a una paloma con un ala lastimada. Con ternura limpió la herida, le cantó una canción y la ayudó a posarse en un nido bajo un roble. La paloma, agradecida, dijo que guardaría un secreto para ayudarle. Más adelante, el niño divisó a un ratón pequeño atrapado en una telaraña brillante. Con cuidado cortó los hilos y liberó al ratón, quien prometió acudir cuando fuera necesario. Cerca de un lago cristalino, una rana curiosa pedía un poco de agua limpia. El niño llenó un trozo de tela con agua pura y la llevó junto a la rana. Ella croó de alegría y aseguró que siempre le brindaría su salto veloz.
Tras las despedidas, el niño llegó al castillo del Diablo, construido con piedras oscuras y luces tenues. Delante de una gran puerta apareció el ser travieso, con ojos chispeantes y sonrisa burlona. “Si quieres mis tres pelos de oro, debes superar tres pruebas sencillas”, retumbó su voz. El niño aceptó con valor.
Para el primer desafío, una pequeña rendija formaba una puerta diminuta. Ni el Diablo ni sus demonios podían pasar. Entonces, la paloma voló cerca y abrió un huequito escondido. Gracias a su apoyo, el niño se deslizó sin tocar los bordes ni un centímetro.
El segundo reto fue un cofre gigantesco lleno de objetos brillantes, tan pesado que ni mil demonios podrían levantarlo. El ratón, diminuto pero fuerte, se coló bajo la tapa y empujó con fuerza. El niño sostuvo el otro lado y, juntos, halaron el cofre hasta moverlo con facilidad.
Para la última prueba, el Diablo condujo al niño frente a un muro resbaladizo y altísimo. Solo una criatura atenta podría encontrar las grietas. Entonces, la rana saltó con agilidad, marcó las mejores piedras y animó al niño a subir paso a paso. En pocos minutos llegaron a la cima sin caerse.
Irritado y sorprendido, el Diablo se quedó sin aliento. El niño aprovechó, tomó unas tijeras pequeñas y cortó un pelo de oro del Diablo, justo en la frente. Con el tesoro en el saco, corrió veloz hacia el reino.
De regreso, el rey le dio la bienvenida con campanas y júbilo. Ordenó nombrar su deseo más preciado: liberar a la princesa, su hija, que el Diablo había encerrado en una torre lejana. El niño recordó el secreto de la paloma y, tras dos intentos, adivinó el nombre del Diablo por fin. Al pronunciarlo tres veces, el Diablo gritó y desapareció en una nube de humo.
El reino celebró con música, baile y galletas dulces. La princesa abrazó a su hermano valiente, y el rey sonrió con orgullo. Y así, recordaron siempre que la bondad brilla más que cualquier tesoro.
Había una vez un niño muy dulce que vivía con su padre, el rey, en un castillo modesto. Desde pequeño mostraba alegría al saludar a todos los que encontraba: soldaditos de juguete, flores del jardín y pájaros que pasaban volando. El reino era tranquilo, pero un adivino advirtió que al cumplir quince años, el niño debía traer tres pelos de oro del temido Diablo. El rey, preocupado por la seguridad de su hijo, lo envió lejos al bosque mágico con un saco vacío.
Mientras caminaba bajo los árboles altos, el niño escuchó un suspiro suave. Encontró a una paloma con un ala lastimada. Con ternura limpió la herida, le cantó una canción y la ayudó a posarse en un nido bajo un roble. La paloma, agradecida, dijo que guardaría un secreto para ayudarle. Más adelante, el niño divisó a un ratón pequeño atrapado en una telaraña brillante. Con cuidado cortó los hilos y liberó al ratón, quien prometió acudir cuando fuera necesario. Cerca de un lago cristalino, una rana curiosa pedía un poco de agua limpia. El niño llenó un trozo de tela con agua pura y la llevó junto a la rana. Ella croó de alegría y aseguró que siempre le brindaría su salto veloz.
Tras las despedidas, el niño llegó al castillo del Diablo, construido con piedras oscuras y luces tenues. Delante de una gran puerta apareció el ser travieso, con ojos chispeantes y sonrisa burlona. “Si quieres mis tres pelos de oro, debes superar tres pruebas sencillas”, retumbó su voz. El niño aceptó con valor.
Para el primer desafío, una pequeña rendija formaba una puerta diminuta. Ni el Diablo ni sus demonios podían pasar. Entonces, la paloma voló cerca y abrió un huequito escondido. Gracias a su apoyo, el niño se deslizó sin tocar los bordes ni un centímetro.
El segundo reto fue un cofre gigantesco lleno de objetos brillantes, tan pesado que ni mil demonios podrían levantarlo. El ratón, diminuto pero fuerte, se coló bajo la tapa y empujó con fuerza. El niño sostuvo el otro lado y, juntos, halaron el cofre hasta moverlo con facilidad.
Para la última prueba, el Diablo condujo al niño frente a un muro resbaladizo y altísimo. Solo una criatura atenta podría encontrar las grietas. Entonces, la rana saltó con agilidad, marcó las mejores piedras y animó al niño a subir paso a paso. En pocos minutos llegaron a la cima sin caerse.
Irritado y sorprendido, el Diablo se quedó sin aliento. El niño aprovechó, tomó unas tijeras pequeñas y cortó un pelo de oro del Diablo, justo en la frente. Con el tesoro en el saco, corrió veloz hacia el reino.
De regreso, el rey le dio la bienvenida con campanas y júbilo. Ordenó nombrar su deseo más preciado: liberar a la princesa, su hija, que el Diablo había encerrado en una torre lejana. El niño recordó el secreto de la paloma y, tras dos intentos, adivinó el nombre del Diablo por fin. Al pronunciarlo tres veces, el Diablo gritó y desapareció en una nube de humo.
El reino celebró con música, baile y galletas dulces. La princesa abrazó a su hermano valiente, y el rey sonrió con orgullo. Y así, recordaron siempre que la bondad brilla más que cualquier tesoro.