
El Enano Saltarín
Bajo el letrero crujiente de una posada junto al bosque, los viajeros descansaban y contaban historias al calor de la chimenea. De pronto, apareció un enano vestido con chaqueta roja y gafas pequeñas. ¡Brincaba sin parar! Todos se quedaron asombrados al ver sus saltos tan ágiles y su risa chispeante. ¿Quién era aquel personaje tan divertido?
Se decía que Teo venía de un reino cercano, donde las flores cantaban y los árboles susurraban. Le gustaba viajar para compartir su alegría y descubrir nuevos amigos con quienes brincar.
Teo llegó un día lluvioso. Golpeó la puerta de la posada con su bastón. El posadero, don Ramón, le abrió. —Bienvenido, amigo saltarín —dijo con una sonrisa—. ¿Quieres un plato de sopa? Teo aceptó y dio un gran brinco de alegría. Su sombrero puntiagudo tenía una pluma azul que bailaba mientras saltaba.
Mientras la sopa se enfriaba, el enano recorrió las mesas. Saludó a los caballeros, a las damas y a los niños. A todos les contaba chistes cortos. Cada vez que decía el remate, Teo saltaba tan alto que casi tocaba el techo. Las risas llenaban el salón y el fuego chispeaba en la chimenea.
Un grupo de viajeros desafinaba una canción triste. Teo los escuchó y pensó que un poco de música alegre mejoraría el ambiente. Así que pidió permiso y subió a una silla. Sacudió sus botas al ritmo de una tonada sencilla. Los viajeros, sorprendidos, empezaron a tararear con él. Muy pronto, cantaban felices y movían los pies al compás.
Al caer la noche, llegó la hora del cuento. Los niños se acomodaron en los bancos. Teo se sentó al frente y, con voz juguetona, relató la historia de un zorrito listo y una tortuga tranquila. Cada tanto hacía saltitos para mostrar las partes más divertidas. Los pequeños abrían los ojos grandes y se reían con cada brincoteo. Teo cumplió y lanzó un brinco aún mayor.
Entretanto, un ratón curioso se asomó detrás de un barril. Tenía hambre y pensó que algo caería de la mesa. Teo vio al ratón y, en lugar de espantarlo, dejó caer un pedazo de pan justo a su lado. El ratón lo recogió y corrió feliz por el suelo hasta su casita en un rincón.
De pronto, un gato travieso cruzó velozmente frente a Teo. Se detuvo y levantó la cola, curioso por los saltos. Teo hizo un brinco lento para no asustarlo. El gato maulló suave y se acomodó junto a la chimenea, disfrutando del calor.
Cuando al fin los huéspedes se retiraron a sus habitaciones, don Ramón quiso agradecer a Teo por la alegría. Sacó su mejor manta y se la regaló como recuerdo. Teo la dobló con cuidado y la guardó en su bolsa. Antes de irse, saludó con un salto.
Al salir de la posada, Teo miró las estrellas y sonrió. Recordó cada risa, cada aplauso y cada amigo nuevo. Su corazón estaba lleno de calor. Dio un último brinco pisando hojas secas que crujían y siguió su camino entre árboles y caminos polvorientos.
Y así terminó la aventura del enano saltarín. Recuerda: siempre puedes saltar de alegría.
Se decía que Teo venía de un reino cercano, donde las flores cantaban y los árboles susurraban. Le gustaba viajar para compartir su alegría y descubrir nuevos amigos con quienes brincar.
Teo llegó un día lluvioso. Golpeó la puerta de la posada con su bastón. El posadero, don Ramón, le abrió. —Bienvenido, amigo saltarín —dijo con una sonrisa—. ¿Quieres un plato de sopa? Teo aceptó y dio un gran brinco de alegría. Su sombrero puntiagudo tenía una pluma azul que bailaba mientras saltaba.
Mientras la sopa se enfriaba, el enano recorrió las mesas. Saludó a los caballeros, a las damas y a los niños. A todos les contaba chistes cortos. Cada vez que decía el remate, Teo saltaba tan alto que casi tocaba el techo. Las risas llenaban el salón y el fuego chispeaba en la chimenea.
Un grupo de viajeros desafinaba una canción triste. Teo los escuchó y pensó que un poco de música alegre mejoraría el ambiente. Así que pidió permiso y subió a una silla. Sacudió sus botas al ritmo de una tonada sencilla. Los viajeros, sorprendidos, empezaron a tararear con él. Muy pronto, cantaban felices y movían los pies al compás.
Al caer la noche, llegó la hora del cuento. Los niños se acomodaron en los bancos. Teo se sentó al frente y, con voz juguetona, relató la historia de un zorrito listo y una tortuga tranquila. Cada tanto hacía saltitos para mostrar las partes más divertidas. Los pequeños abrían los ojos grandes y se reían con cada brincoteo. Teo cumplió y lanzó un brinco aún mayor.
Entretanto, un ratón curioso se asomó detrás de un barril. Tenía hambre y pensó que algo caería de la mesa. Teo vio al ratón y, en lugar de espantarlo, dejó caer un pedazo de pan justo a su lado. El ratón lo recogió y corrió feliz por el suelo hasta su casita en un rincón.
De pronto, un gato travieso cruzó velozmente frente a Teo. Se detuvo y levantó la cola, curioso por los saltos. Teo hizo un brinco lento para no asustarlo. El gato maulló suave y se acomodó junto a la chimenea, disfrutando del calor.
Cuando al fin los huéspedes se retiraron a sus habitaciones, don Ramón quiso agradecer a Teo por la alegría. Sacó su mejor manta y se la regaló como recuerdo. Teo la dobló con cuidado y la guardó en su bolsa. Antes de irse, saludó con un salto.
Al salir de la posada, Teo miró las estrellas y sonrió. Recordó cada risa, cada aplauso y cada amigo nuevo. Su corazón estaba lleno de calor. Dio un último brinco pisando hojas secas que crujían y siguió su camino entre árboles y caminos polvorientos.
Y así terminó la aventura del enano saltarín. Recuerda: siempre puedes saltar de alegría.