
Bajo El Sauce
En un campo muy bonito, crecía un sauce grande, grande. Sus ramas eran tan largas que llegaban hasta el suelo. ¡Parecían una cortina verde! Debajo del sauce, jugaban dos amigos, Leo y Ana. Para ellos, ese árbol era un lugar mágico. A veces, era una casita secreta para contar cuentos. Otras, era un escondite perfecto entre sus hojas. ¡Era el mejor lugar del mundo!
A Leo le encantaba contarle secretos al árbol. “Shhh, sauce, no le digas a nadie”, susurraba riendo. Ana hacía pulseras con las florecitas que crecían cerca, una para ella y otra para Leo. Eran los mejores amigos.
Pero un día, Leo llegó con cara triste. “Ana, me tengo que ir un tiempo. Voy a casa de la abuela, que vive muy lejos”. A Ana se le abrieron mucho los ojos. “¿Y vas a volver?”, preguntó con voz suave. Leo tomó su mano. “¡Claro que sí! Y te prometo algo: cuando regrese, vendré aquí para jugar contigo bajo nuestro sauce”.
Mientras Leo no estaba, Ana iba a visitar al sauce. Se sentaba bajo sus ramas y le contaba cómo se sentía. “Sauce, hoy estoy un poquito triste. Extraño mucho a Leo”, decía mientras abrazaba su tronco. El sauce, con un susurro de hojas, parecía responderle: “Ten paciencia, pequeña. Los amigos siempre vuelven”.
Y así fue. Una tarde de sol, Ana vio a alguien corriendo. ¡Era Leo! “¡Leo!”, gritó ella, muy feliz. “¡Ana!”, respondió él con una sonrisa gigante. Se dieron un abrazo muy, muy fuerte. ¡Y se rieron mucho! Corrieron juntos hasta su árbol. Vieron que una rama bajita se había enredado. “¡Vamos a ayudar a nuestro amigo!”, dijo Leo. Con cuidado, los dos juntos, desenredaron la rama. ¡Lo lograron! El sauce movió sus hojas, como si les diera las gracias.
Después, se sentaron bajo sus ramas amigas. Hablaron y rieron mucho. Habían cumplido su promesa y su amistad era más fuerte que nunca. Porque bajo el sauce, los buenos amigos siempre se vuelven a encontrar.
A Leo le encantaba contarle secretos al árbol. “Shhh, sauce, no le digas a nadie”, susurraba riendo. Ana hacía pulseras con las florecitas que crecían cerca, una para ella y otra para Leo. Eran los mejores amigos.
Pero un día, Leo llegó con cara triste. “Ana, me tengo que ir un tiempo. Voy a casa de la abuela, que vive muy lejos”. A Ana se le abrieron mucho los ojos. “¿Y vas a volver?”, preguntó con voz suave. Leo tomó su mano. “¡Claro que sí! Y te prometo algo: cuando regrese, vendré aquí para jugar contigo bajo nuestro sauce”.
Mientras Leo no estaba, Ana iba a visitar al sauce. Se sentaba bajo sus ramas y le contaba cómo se sentía. “Sauce, hoy estoy un poquito triste. Extraño mucho a Leo”, decía mientras abrazaba su tronco. El sauce, con un susurro de hojas, parecía responderle: “Ten paciencia, pequeña. Los amigos siempre vuelven”.
Y así fue. Una tarde de sol, Ana vio a alguien corriendo. ¡Era Leo! “¡Leo!”, gritó ella, muy feliz. “¡Ana!”, respondió él con una sonrisa gigante. Se dieron un abrazo muy, muy fuerte. ¡Y se rieron mucho! Corrieron juntos hasta su árbol. Vieron que una rama bajita se había enredado. “¡Vamos a ayudar a nuestro amigo!”, dijo Leo. Con cuidado, los dos juntos, desenredaron la rama. ¡Lo lograron! El sauce movió sus hojas, como si les diera las gracias.
Después, se sentaron bajo sus ramas amigas. Hablaron y rieron mucho. Habían cumplido su promesa y su amistad era más fuerte que nunca. Porque bajo el sauce, los buenos amigos siempre se vuelven a encontrar.
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