
El Traje Nuevo del Emperador
En un reino muy colorido y lleno de risas, vivía un emperador que adoraba la ropa nueva. Cada mañana, abría su armario y suspiraba: ‘¡Quiero un traje inolvidable!’ Los pajes corrían emocionados cada vez que anunciaba su deseo. Pero una mañana llegó una noticia sorprendente que cambiaría todo en un abrir y cerrar de ojos.
Pronto, dos misteriosos sastres llegaron al castillo. Dijeron que bordaban un tejido mágico que sólo veían las personas que eran muy listas y valientes. El emperador se emocionó al escuchar la promesa de esa tela especial. Invitó a los sastres a la gran sala de costura y mandó traer seda, hilos y botones de todos los colores. Los pajes observaban con ojos muy abiertos y comentaban entre susurros: ‘¿Cómo será ese tejido?’ El aire se llenó de entusiasmo. Incluso los guardias dejaron sus espadas para mirar.
Los sastres fingieron trabajar con dedicación. Movían sus manos en el aire y hablaban de diseños fantásticos. A veces, tomaban carretes invisibles y los deslizaban sobre una tela que nadie podía ver. Decían: ‘¡Mira cómo el patrón aparece!’ Al castillo llegó el rumor de lo increíble que era el traje. En el mercado, la gente hablaba de la gran obra de los sastres. El emperador miraba con atención, deseando ver la tela brillante, aunque en realidad no había nada sobre la mesa.
Deseando comprobar el avance, el emperador volvió al día siguiente con sus consejeros. Ellos no veían el tejido tampoco, pero ninguno quería admitir que no entendía el arte mágico. Los consejeros inclinaron la cabeza varias veces y dijeron palabras bonitas, aunque en sus rostros se notaba confusión. El emperador sonrió, aplaudió y entregó más monedas a los sastres. Luego dijo: ‘¡Es más hermoso de lo que imaginé!’
Por fin, los sastres anunciaron que el traje estaba listo. Fingieron colocarlo con cuidado, levantando el aire como si pasaran la tela sobre el cuerpo del emperador. Luego dijeron: ‘Aquí está su traje nuevo, majestad.’ El emperador se observó en un espejo enorme. Claro que no veía nada, pero no quería parecer torpe. Caminó con paso elegante para presumir su atuendo invisible. Los pajes formaron filas a su lado y susurraron palabras de admiración.
Llegó la hora del gran desfile por la ciudad. El emperador salió en su carroza, orgulloso de su traje. La gente en las calles, sorprendida, aplaudía sin entender muy bien qué admiraba. Algunos decían que la tela brillaba con todos los colores del arcoíris, otros aseguraban que era suave como una nube. Todos temían parecer tontos si no elogiaban el traje invisible.
En medio del desfile, un niño pequeño señaló con fuerza y gritó: ‘¡Pero el emperador va desnudo!’ De inmediato, un leve silencio llenó la plaza. Luego muchos niños y también adultos empezaron a reírse. El emperador se sonrojó hasta la coronilla.
Con paso lento y la cara roja, el emperador regresó al palacio. Los sastres huyeron sin llevar ni un hilo de tela. El emperador aprendió algo muy importante ese día: a veces la verdad se ve mejor que cualquier maravilla.
Y así, el emperador descubrió que la honestidad es la mejor tela.
Pronto, dos misteriosos sastres llegaron al castillo. Dijeron que bordaban un tejido mágico que sólo veían las personas que eran muy listas y valientes. El emperador se emocionó al escuchar la promesa de esa tela especial. Invitó a los sastres a la gran sala de costura y mandó traer seda, hilos y botones de todos los colores. Los pajes observaban con ojos muy abiertos y comentaban entre susurros: ‘¿Cómo será ese tejido?’ El aire se llenó de entusiasmo. Incluso los guardias dejaron sus espadas para mirar.
Los sastres fingieron trabajar con dedicación. Movían sus manos en el aire y hablaban de diseños fantásticos. A veces, tomaban carretes invisibles y los deslizaban sobre una tela que nadie podía ver. Decían: ‘¡Mira cómo el patrón aparece!’ Al castillo llegó el rumor de lo increíble que era el traje. En el mercado, la gente hablaba de la gran obra de los sastres. El emperador miraba con atención, deseando ver la tela brillante, aunque en realidad no había nada sobre la mesa.
Deseando comprobar el avance, el emperador volvió al día siguiente con sus consejeros. Ellos no veían el tejido tampoco, pero ninguno quería admitir que no entendía el arte mágico. Los consejeros inclinaron la cabeza varias veces y dijeron palabras bonitas, aunque en sus rostros se notaba confusión. El emperador sonrió, aplaudió y entregó más monedas a los sastres. Luego dijo: ‘¡Es más hermoso de lo que imaginé!’
Por fin, los sastres anunciaron que el traje estaba listo. Fingieron colocarlo con cuidado, levantando el aire como si pasaran la tela sobre el cuerpo del emperador. Luego dijeron: ‘Aquí está su traje nuevo, majestad.’ El emperador se observó en un espejo enorme. Claro que no veía nada, pero no quería parecer torpe. Caminó con paso elegante para presumir su atuendo invisible. Los pajes formaron filas a su lado y susurraron palabras de admiración.
Llegó la hora del gran desfile por la ciudad. El emperador salió en su carroza, orgulloso de su traje. La gente en las calles, sorprendida, aplaudía sin entender muy bien qué admiraba. Algunos decían que la tela brillaba con todos los colores del arcoíris, otros aseguraban que era suave como una nube. Todos temían parecer tontos si no elogiaban el traje invisible.
En medio del desfile, un niño pequeño señaló con fuerza y gritó: ‘¡Pero el emperador va desnudo!’ De inmediato, un leve silencio llenó la plaza. Luego muchos niños y también adultos empezaron a reírse. El emperador se sonrojó hasta la coronilla.
Con paso lento y la cara roja, el emperador regresó al palacio. Los sastres huyeron sin llevar ni un hilo de tela. El emperador aprendió algo muy importante ese día: a veces la verdad se ve mejor que cualquier maravilla.
Y así, el emperador descubrió que la honestidad es la mejor tela.