
Pulgarcito
Había una vez, en una casita del bosque, una familia de leñadores muy pobre con siete hijos. El más pequeño era tan chiquitito que lo llamaban Pulgarcito. Aunque era pequeño, era muy listo y valiente.
Un día, la comida se acabó. “Vamos al bosque a buscar frutos”, dijo el papá. Pulgarcito, que era muy listo, llenó sus bolsillos con piedrecitas blancas y mientras caminaban, fue dejando un rastro para saber cómo volver. Pero se adentraron tanto, tanto en el bosque que al final se perdieron.
Cuando se hizo de noche, vieron a lo lejos una lucecita. “¡Mirad, una casa!”, dijo Pulgarcito. Caminaron hasta allí y llamaron a la puerta gigante. Les abrió una mujer de aspecto amable. “Pobrecitos, estáis perdidos. Podéis pasar, pero cuidado, mi marido es un ogro un poco gruñón”, les dijo. Los niños entraron de puntillas.
Al poco rato, se oyeron unos pasos enormes. ¡BUM, BUM! Era el ogro. Tenía una nariz muy grande y cara de pocos amigos. “¿Quiénes son estos niños?”, preguntó con voz fuerte. La mujer le explicó que estaban perdidos y el ogro, aunque gruñón, los dejó quedarse a dormir. Pero Pulgarcito no se fiaba.
Vio que al lado de la puerta estaban las botas del ogro. ¡No eran unas botas normales, eran unas botas mágicas! Con ellas puestas, se podían dar pasos larguísimos. En silencio, despertó a sus hermanos. “¡Tenemos que irnos!”, susurró.
Mientras sus hermanos salían con cuidado, Pulgarcito se puso las botas. Eran enormes, pero de repente, ¡se hicieron pequeñas y le quedaron perfectas! Dio un paso gigante y… ¡zas!, apareció al otro lado del bosque. Dio otro paso y… ¡plas!, ya veía el tejado de su casita.
Llegó a casa y avisó a sus papás, que salieron corriendo a buscar a sus otros hijos. Gracias a las botas mágicas, Pulgarcito se convirtió en el mensajero más rápido del reino. Llevaba noticias importantes a todas partes en un momento y ganó suficiente para que su familia nunca más tuviera hambre. Y así fue como el más pequeño de todos se convirtió en el más grande héroe.
Un día, la comida se acabó. “Vamos al bosque a buscar frutos”, dijo el papá. Pulgarcito, que era muy listo, llenó sus bolsillos con piedrecitas blancas y mientras caminaban, fue dejando un rastro para saber cómo volver. Pero se adentraron tanto, tanto en el bosque que al final se perdieron.
Cuando se hizo de noche, vieron a lo lejos una lucecita. “¡Mirad, una casa!”, dijo Pulgarcito. Caminaron hasta allí y llamaron a la puerta gigante. Les abrió una mujer de aspecto amable. “Pobrecitos, estáis perdidos. Podéis pasar, pero cuidado, mi marido es un ogro un poco gruñón”, les dijo. Los niños entraron de puntillas.
Al poco rato, se oyeron unos pasos enormes. ¡BUM, BUM! Era el ogro. Tenía una nariz muy grande y cara de pocos amigos. “¿Quiénes son estos niños?”, preguntó con voz fuerte. La mujer le explicó que estaban perdidos y el ogro, aunque gruñón, los dejó quedarse a dormir. Pero Pulgarcito no se fiaba.
Vio que al lado de la puerta estaban las botas del ogro. ¡No eran unas botas normales, eran unas botas mágicas! Con ellas puestas, se podían dar pasos larguísimos. En silencio, despertó a sus hermanos. “¡Tenemos que irnos!”, susurró.
Mientras sus hermanos salían con cuidado, Pulgarcito se puso las botas. Eran enormes, pero de repente, ¡se hicieron pequeñas y le quedaron perfectas! Dio un paso gigante y… ¡zas!, apareció al otro lado del bosque. Dio otro paso y… ¡plas!, ya veía el tejado de su casita.
Llegó a casa y avisó a sus papás, que salieron corriendo a buscar a sus otros hijos. Gracias a las botas mágicas, Pulgarcito se convirtió en el mensajero más rápido del reino. Llevaba noticias importantes a todas partes en un momento y ganó suficiente para que su familia nunca más tuviera hambre. Y así fue como el más pequeño de todos se convirtió en el más grande héroe.
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