El Águila y la Tortuga

Había una vez una tortuga muy simpática que vivía en un prado verde. Le encantaba comer hojas frescas y dar paseos muy, muy lentos. Pero la tortuga tenía un gran sueño: ¡quería volar! Todos los días, miraba al cielo y veía a los pájaros. "¡Ay!", suspiraba. "¡Cómo me gustaría volar como ellos!".

Su amiga, un águila grande y buena, la escuchaba desde un árbol. Un día, la tortuga le pidió con mucha ilusión: "Amiga águila, ¿me llevas a volar? ¡Por favor!". El águila sonrió. "Querida tortuga", le dijo con calma, "tú tienes un caparazón fuerte para estar segura en la tierra. Las tortugas no están hechas para volar". Pero la tortuga no se dio por vencida. "¡Solo quiero probarlo una vez!". Insistió tanto que el águila, que quería mucho a su amiga, aceptó.

"Está bien", dijo. "Sujétate a mis patas, te llevaré con mucho cuidado". El águila tomó suavemente el caparazón de la tortuga y empezó a subir. ¡Arriba, arriba, más arriba! La tortuga no lo podía creer. ¡Estaba volando! "¡Mira!", gritaba emocionada. "¡Los árboles parecen brócolis pequeñitos!". Se sentía muy feliz.

Cuando estaban muy alto, la tortuga sintió un cosquilleo en su barriga. "Amiga águila", dijo un poco nerviosa, "esto es muy alto para mí. ¿Podemos bajar ya?". El águila, que la sujetaba con fuerza y cariño, le respondió: "Claro que sí, amiga. ¡Allá vamos!".

Con un vuelo muy suave, como si fueran una hoja flotando en el aire, el águila la llevó de vuelta a la hierba. La dejó con delicadeza en el suelo y le dio un abrazo con su ala. "¿Estás bien?", le preguntó. La tortuga sonrió. "¡Sí! Muchas gracias, amiga", dijo. "Volar es genial para ti, pero yo prefiero sentir el pasto en mis patitas".

Desde ese día, la tortuga fue la más feliz de todas en su prado. Descubrió que su caparazón era fantástico y que caminar despacito era lo suyo. Y entendió que ser tú mismo es lo más maravilloso del mundo.