
Blancanieves y Rosarroja
Había una vez, en una pequeña y acogedora casita junto al bosque, vivían dos hermanas llamadas Blancanieves y Rosarroja. Se querían tanto que siempre iban juntas a todas partes, cogidas de la mano. Blancanieves era tranquila y soñadora, le encantaba leer cuentos junto a la ventana. Rosarroja, en cambio, era pura energía y alegría, y su risa se oía por todo el jardín mientras perseguía mariposas.
Su mamá las cuidaba con mucho amor, y en su hogar siempre había calor y galletas recién hechas. Una noche muy fría de invierno, mientras la nieve caía afuera, alguien llamó a la puerta: ¡toc, toc, toc! Las niñas corrieron a ver quién era. Al abrir, se encontraron con un oso enorme y peludo. Al principio se asustaron un poquito, pero el oso les habló con una voz muy suave y amable: “Tengo mucho frío, ¿me dejarían calentarme un ratito junto a su chimenea?”. La mamá de las niñas sonrió y dijo con dulzura: “Claro que sí, pobre osito. Pasa, no te quedes en el frío”. El oso entró, se sacudió la nieve y se tumbó cómodamente en la alfombra.
Pronto, se hizo amigo de las niñas. Desde esa noche, el oso vino todos los días a visitarlas. Blancanieves y Rosarroja jugaban con él, le hacían cosquillas en su gran panza y rodaban por el suelo en un montón de risas. Se convirtieron en los mejores amigos del mundo.
Cuando los días se hicieron más largos y cálidos con la llegada de la primavera, el oso les dijo con cara de tristeza: “Mis queridas amigas, ha llegado el momento de irme. Debo volver al bosque para proteger mi tesoro de un enano muy gruñón que siempre intenta robarlo”. Las hermanas se pusieron tristes, pero entendieron. Le dieron un gran abrazo de despedida y le prometieron que lo esperarían con muchas ganas.
Unos días más tarde, mientras recogían flores en el bosque, oyeron a alguien quejarse y gritar: “¡Auxilio! ¡No puedo moverme!”. Siguieron la voz y encontraron a un pequeño enano con una barba blanca larguísima. ¡Su barba estaba atrapada en la grieta de un tronco! El enano, al verlas, les gritó muy enfadado: “¿A qué esperan? ¡Ayúdenme, niñas tontas!”. Las niñas, que eran muy buenas, intentaron tirar del tronco para liberar la barba, pero estaba muy atascada.
Entonces, Rosarroja sacó unas tijeritas de su bolsillo y, con mucho cuidado, cortó solo la puntita de la barba. ¡El enano quedó libre! Pero en lugar de decir “gracias”, cogió un saco lleno de piedras brillantes que tenía al lado y les gritó: “¡Han arruinado mi preciosa y magnífica barba!”.
Justo en ese momento, apareció entre los árboles su querido amigo, el oso. Al ver al enano gruñón, el oso se puso de pie sobre sus patas traseras y dio un rugido tan fuerte y poderoso que hizo temblar todas las hojas: ¡ROAR! El enano se asustó tanto que soltó el saco, tropezó y salió corriendo para no volver nunca más.
En el instante en que el enano desapareció, el pelaje del oso comenzó a brillar y se desvaneció, convirtiéndose en un apuesto príncipe con ropa elegante. “¡Gracias! —dijo con una gran sonrisa—. Ese enano me hechizó y me convirtió en oso. Su maldad se ha roto gracias a su bondad y a mi rugido de alegría al verlas a salvo”.
El príncipe, ya libre del hechizo, le pidió a Blancanieves si quería ir con él a su castillo. Ella, muy feliz, dijo que sí. Rosarroja se alegró muchísimo por su hermana, y todos se mudaron al gran castillo, incluida la mamá. Y en su nuevo y feliz hogar, aprendieron que la amabilidad es siempre el tesoro más brillante de todos.
Su mamá las cuidaba con mucho amor, y en su hogar siempre había calor y galletas recién hechas. Una noche muy fría de invierno, mientras la nieve caía afuera, alguien llamó a la puerta: ¡toc, toc, toc! Las niñas corrieron a ver quién era. Al abrir, se encontraron con un oso enorme y peludo. Al principio se asustaron un poquito, pero el oso les habló con una voz muy suave y amable: “Tengo mucho frío, ¿me dejarían calentarme un ratito junto a su chimenea?”. La mamá de las niñas sonrió y dijo con dulzura: “Claro que sí, pobre osito. Pasa, no te quedes en el frío”. El oso entró, se sacudió la nieve y se tumbó cómodamente en la alfombra.
Pronto, se hizo amigo de las niñas. Desde esa noche, el oso vino todos los días a visitarlas. Blancanieves y Rosarroja jugaban con él, le hacían cosquillas en su gran panza y rodaban por el suelo en un montón de risas. Se convirtieron en los mejores amigos del mundo.
Cuando los días se hicieron más largos y cálidos con la llegada de la primavera, el oso les dijo con cara de tristeza: “Mis queridas amigas, ha llegado el momento de irme. Debo volver al bosque para proteger mi tesoro de un enano muy gruñón que siempre intenta robarlo”. Las hermanas se pusieron tristes, pero entendieron. Le dieron un gran abrazo de despedida y le prometieron que lo esperarían con muchas ganas.
Unos días más tarde, mientras recogían flores en el bosque, oyeron a alguien quejarse y gritar: “¡Auxilio! ¡No puedo moverme!”. Siguieron la voz y encontraron a un pequeño enano con una barba blanca larguísima. ¡Su barba estaba atrapada en la grieta de un tronco! El enano, al verlas, les gritó muy enfadado: “¿A qué esperan? ¡Ayúdenme, niñas tontas!”. Las niñas, que eran muy buenas, intentaron tirar del tronco para liberar la barba, pero estaba muy atascada.
Entonces, Rosarroja sacó unas tijeritas de su bolsillo y, con mucho cuidado, cortó solo la puntita de la barba. ¡El enano quedó libre! Pero en lugar de decir “gracias”, cogió un saco lleno de piedras brillantes que tenía al lado y les gritó: “¡Han arruinado mi preciosa y magnífica barba!”.
Justo en ese momento, apareció entre los árboles su querido amigo, el oso. Al ver al enano gruñón, el oso se puso de pie sobre sus patas traseras y dio un rugido tan fuerte y poderoso que hizo temblar todas las hojas: ¡ROAR! El enano se asustó tanto que soltó el saco, tropezó y salió corriendo para no volver nunca más.
En el instante en que el enano desapareció, el pelaje del oso comenzó a brillar y se desvaneció, convirtiéndose en un apuesto príncipe con ropa elegante. “¡Gracias! —dijo con una gran sonrisa—. Ese enano me hechizó y me convirtió en oso. Su maldad se ha roto gracias a su bondad y a mi rugido de alegría al verlas a salvo”.
El príncipe, ya libre del hechizo, le pidió a Blancanieves si quería ir con él a su castillo. Ella, muy feliz, dijo que sí. Rosarroja se alegró muchísimo por su hermana, y todos se mudaron al gran castillo, incluida la mamá. Y en su nuevo y feliz hogar, aprendieron que la amabilidad es siempre el tesoro más brillante de todos.
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