
El Ganso y la Oveja
Había una vez, en una granja, un ganso llamado Gustavo. Gustavo era un poquito miedoso. Si una hoja caía de un árbol, ¡pum!, Gustavo saltaba del susto. Tenía sus plumas siempre un poco erizadas.
En el mismo prado vivía una oveja llamada Lana. Lana era muy, muy tranquila. Le encantaba masticar hierba fresca y mirar las nubes pasar. Nada parecía preocuparle.
Un día, Gustavo vio al granjero que venía con unas tijeras muy grandes y brillantes. —¡Oh, no! —graznó Gustavo, muy asustado—. ¡Corre, Lana, corre! ¡El granjero nos va a atrapar con esas tijeras!
Lana levantó la cabeza muy despacio. —¿Por qué tanto alboroto, Gustavo? —preguntó con su voz suave—. Es solo el granjero que viene a vernos.
—¡Pero mira esas tijeras! —chilló Gustavo, escondiendo su cabeza debajo del ala—. ¡Seguro que son para algo malo!
Lana soltó una risita. —Para nada, amigo. ¡Esas tijeras son para mí! El granjero me va a quitar este abrigo de lana. Pesa mucho y me da calor. ¡Así estaré mucho más fresca y ligera!
Pero Gustavo seguía muy asustado. No entendía cómo Lana podía estar tan contenta. Se quedó muy quieto, mirando sin hacer ruido.
El granjero pasó al lado de Gustavo y le dio una palmadita suave. Luego, fue directo hacia Lana y le rascó detrás de las orejas. ¡A Lana le encantaba eso!
Con mucho cuidado, el granjero empezó a cortar la lana. ¡Zas, zas, zas! La lana caía al suelo en montones blancos y suaves.
Cuando terminó, Lana se sacudió. ¡Se sentía tan ligera! ¡Y tan fresca! Dio un saltito de alegría y corrió por todo el prado. El granjero recogió la lana, le sonrió y se fue.
Gustavo lo había visto todo. El granjero no había sido malo, ¡había sido muy amable! Y a él solo le había dado una caricia.
Lana trotó hasta donde estaba su amigo. —¿Lo ves? —le dijo muy feliz—. Las tijeras que a ti te daban tanto miedo, a mí me han hecho sentir muy bien.
Gustavo el ganso por fin entendió. Se sintió un poco tonto por asustarse tanto.
Y desde ese día, recordó siempre una cosa muy importante: lo que a uno le asusta, a otro le puede hacer feliz.
En el mismo prado vivía una oveja llamada Lana. Lana era muy, muy tranquila. Le encantaba masticar hierba fresca y mirar las nubes pasar. Nada parecía preocuparle.
Un día, Gustavo vio al granjero que venía con unas tijeras muy grandes y brillantes. —¡Oh, no! —graznó Gustavo, muy asustado—. ¡Corre, Lana, corre! ¡El granjero nos va a atrapar con esas tijeras!
Lana levantó la cabeza muy despacio. —¿Por qué tanto alboroto, Gustavo? —preguntó con su voz suave—. Es solo el granjero que viene a vernos.
—¡Pero mira esas tijeras! —chilló Gustavo, escondiendo su cabeza debajo del ala—. ¡Seguro que son para algo malo!
Lana soltó una risita. —Para nada, amigo. ¡Esas tijeras son para mí! El granjero me va a quitar este abrigo de lana. Pesa mucho y me da calor. ¡Así estaré mucho más fresca y ligera!
Pero Gustavo seguía muy asustado. No entendía cómo Lana podía estar tan contenta. Se quedó muy quieto, mirando sin hacer ruido.
El granjero pasó al lado de Gustavo y le dio una palmadita suave. Luego, fue directo hacia Lana y le rascó detrás de las orejas. ¡A Lana le encantaba eso!
Con mucho cuidado, el granjero empezó a cortar la lana. ¡Zas, zas, zas! La lana caía al suelo en montones blancos y suaves.
Cuando terminó, Lana se sacudió. ¡Se sentía tan ligera! ¡Y tan fresca! Dio un saltito de alegría y corrió por todo el prado. El granjero recogió la lana, le sonrió y se fue.
Gustavo lo había visto todo. El granjero no había sido malo, ¡había sido muy amable! Y a él solo le había dado una caricia.
Lana trotó hasta donde estaba su amigo. —¿Lo ves? —le dijo muy feliz—. Las tijeras que a ti te daban tanto miedo, a mí me han hecho sentir muy bien.
Gustavo el ganso por fin entendió. Se sintió un poco tonto por asustarse tanto.
Y desde ese día, recordó siempre una cosa muy importante: lo que a uno le asusta, a otro le puede hacer feliz.
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