El Lobo y la Grulla
Había una vez un lobo al que le encantaba comer. Era tan glotón que comía muy, muy rápido, ¡ñam, ñam, ñam!, casi sin masticar. Un día, por comer tan deprisa, se tragó un huesito puntiagudo que se le quedó atorado en la garganta.
—¡Ay, ay, ay! —lloraba el lobo, corriendo asustado por el bosque—. ¡Este hueso me hace mucho daño! Intentó toser con fuerza, ¡cof, cof!, pero nada. El hueso no se movía. Estaba muy, muy asustado. En ese momento, vio pasar a una grulla. Era muy alta, con un cuello larguísimo y un pico fino y puntiagudo.
El lobo corrió hacia ella y le suplicó:
—Señora Grulla, ¡por favor, ayúdeme! Tengo un hueso atorado y me duele un montón. Si usa su pico largo para sacarlo, le prometo el premio más delicioso que pueda imaginar.
La grulla vio que el lobo sufría de verdad. A pesar de que los lobos eran un poco traviesos, ella tenía un corazón muy bueno y decidió ayudarlo.
—Está bien, señor Lobo. Le ayudaré —dijo la grulla con calma—. Pero debe abrir la boca muy, muy grande y quedarse quieto como una estatua.
El lobo asintió y abrió su enorme boca: ¡AAAAAAAH! Con muchísimo cuidado, la grulla metió su cabeza y su largo pico dentro de la garganta del lobo. Buscó y buscó por aquí y por allá hasta que... ¡clic! Encontró el huesito y, con un movimiento suave, lo sacó.
¡Qué alivio tan grande! ¡El lobo por fin podía respirar! De la emoción, empezó a saltar y a bailar de alegría.
—¡Muchas gracias, amiga Grulla! —gritó, tan contento que se olvidó de su promesa. Y sin más, salió corriendo hacia el bosque, feliz de no sentir más dolor.
La grulla se quedó sola, viendo cómo el lobo se iba. Se acordó del premio prometido, pero entonces sonrió. Se sentía muy feliz y orgullosa por haber sido valiente y haber ayudado. Comprendió que hacer algo bueno por los demás es un sentimiento tan bonito que ese era el mejor premio de todos.
Y así, la grulla aprendió que ser amable es el mejor regalo que se puede recibir.
—¡Ay, ay, ay! —lloraba el lobo, corriendo asustado por el bosque—. ¡Este hueso me hace mucho daño! Intentó toser con fuerza, ¡cof, cof!, pero nada. El hueso no se movía. Estaba muy, muy asustado. En ese momento, vio pasar a una grulla. Era muy alta, con un cuello larguísimo y un pico fino y puntiagudo.
El lobo corrió hacia ella y le suplicó:
—Señora Grulla, ¡por favor, ayúdeme! Tengo un hueso atorado y me duele un montón. Si usa su pico largo para sacarlo, le prometo el premio más delicioso que pueda imaginar.
La grulla vio que el lobo sufría de verdad. A pesar de que los lobos eran un poco traviesos, ella tenía un corazón muy bueno y decidió ayudarlo.
—Está bien, señor Lobo. Le ayudaré —dijo la grulla con calma—. Pero debe abrir la boca muy, muy grande y quedarse quieto como una estatua.
El lobo asintió y abrió su enorme boca: ¡AAAAAAAH! Con muchísimo cuidado, la grulla metió su cabeza y su largo pico dentro de la garganta del lobo. Buscó y buscó por aquí y por allá hasta que... ¡clic! Encontró el huesito y, con un movimiento suave, lo sacó.
¡Qué alivio tan grande! ¡El lobo por fin podía respirar! De la emoción, empezó a saltar y a bailar de alegría.
—¡Muchas gracias, amiga Grulla! —gritó, tan contento que se olvidó de su promesa. Y sin más, salió corriendo hacia el bosque, feliz de no sentir más dolor.
La grulla se quedó sola, viendo cómo el lobo se iba. Se acordó del premio prometido, pero entonces sonrió. Se sentía muy feliz y orgullosa por haber sido valiente y haber ayudado. Comprendió que hacer algo bueno por los demás es un sentimiento tan bonito que ese era el mejor premio de todos.
Y así, la grulla aprendió que ser amable es el mejor regalo que se puede recibir.
Cuentos que te pueden gustar
Descubre historias similares llenas de aventuras y enseñanzas
