
El Patito Feo
En un día brillante y lleno de risas, una mamá pata puso nueve huevos suaves en un nido junto al lago. Todos esperaban con ilusión que salieran patitos adorables y alegres. Pero uno de ellos era más grande, con plumas extrañas y un pico torcido. ¿Cuál sería la sorpresa que traería este patito distinto?
Cuando llegó el gran día, los huevos empezaron a romperse uno a uno. El primer patito salió dando un pequeño brinco, moviendo sus patitas y graznando con emoción. El segundo patito salió tambaleándose, sacudiendo las plumas y meneando la cola como un abanico. Uno tras otro, los patitos emergieron con distintos sonidos y colores, llenando el nido de risas y graznidos. Todos eran diminutos y amarillos… excepto el noveno huevo, que se rompió lento y dejó ver algo inesperado.
Los otros patitos lo miraron con curiosidad y se alejaron un poco. Una patita traviesa le lanzó una pluma de juguete, pensando que era un juego, pero el patito distinto no entendió y se sintió herido. Sus ojos grises brillaron con tristeza mientras intentaba peinarse el pico torcido. La mamá pata lo miró con ternura, batió sus alas y lo animó con un suave graznido.
En los días siguientes, los patitos jugaban y nadaban cerca de la orilla. Se divertían haciendo carreras de chapoteo y aleteando en círculos rápidos. El patito gris trataba de unirse, pero sus torpes aleteos levantaban gotas de agua que salpicaban a sus hermanos. “¡Cuidado!”, gritó uno, y todos se alejaron riendo. Él decidió flotar tranquilo, bajó la cabeza y pensó que nadie lo quería de verdad.
Un día, el patito sintió curiosidad y nadó más lejos del lago. Llegó a un corral donde vivían gallinas rechonchas y perezosas. Ellas picoteaban el suelo y cacareaban sin parar. Al verlo, una de ellas soltó un fuerte “¡Cloc-cloc!” y las demás se unieron en un gran bullicio. El patito, muy asustado, se ocultó detrás de un montón de heno. Cuando las gallinas se marcharon, él suspiró y volvió al agua, con el corazón latiendo rápido.
Cuando cayó la lluvia, el patito buscó refugio bajo unas grandes hojas, pero el viento sopló y lo dejó empapado. Al día siguiente, tiritando, apenas podía mover sus patitas. Entonces apareció el amable granjero, lo recogió con cuidado y lo secó con un trapo suave. Lo llevó al cobertizo y le puso un montón de paja limpia. Allí le ofreció migas de pan y algunas hojas verdes. El patito comió con ganas y, esa noche, soñó con un hogar cálido.
Pasaron los días y el invierno llegó con su manto frío. El granjero llevó al patito al lago helado donde vivía un elegante grupo de cisnes. Ellos deslizaban sus cuerpos blancos sobre el hielo y graznaban con voces suaves. El patito se acercó con timidez, admirando sus cuellos largos y relucientes. Al mirarse en su reflejo, notó su nuevo plumaje brillante y sintió una chispa de esperanza.
Los cisnes nadaron hacia él y le abrieron las alas. “Bienvenido,” dijeron con voces suaves. El patito, ahora cisne, alzó el cuello con orgullo y se deslizó por el agua con elegancia. Nunca más se sintió solo.
Y así, el patito descubrió que ser diferente puede ser algo maravilloso.
Cuando llegó el gran día, los huevos empezaron a romperse uno a uno. El primer patito salió dando un pequeño brinco, moviendo sus patitas y graznando con emoción. El segundo patito salió tambaleándose, sacudiendo las plumas y meneando la cola como un abanico. Uno tras otro, los patitos emergieron con distintos sonidos y colores, llenando el nido de risas y graznidos. Todos eran diminutos y amarillos… excepto el noveno huevo, que se rompió lento y dejó ver algo inesperado.
Los otros patitos lo miraron con curiosidad y se alejaron un poco. Una patita traviesa le lanzó una pluma de juguete, pensando que era un juego, pero el patito distinto no entendió y se sintió herido. Sus ojos grises brillaron con tristeza mientras intentaba peinarse el pico torcido. La mamá pata lo miró con ternura, batió sus alas y lo animó con un suave graznido.
En los días siguientes, los patitos jugaban y nadaban cerca de la orilla. Se divertían haciendo carreras de chapoteo y aleteando en círculos rápidos. El patito gris trataba de unirse, pero sus torpes aleteos levantaban gotas de agua que salpicaban a sus hermanos. “¡Cuidado!”, gritó uno, y todos se alejaron riendo. Él decidió flotar tranquilo, bajó la cabeza y pensó que nadie lo quería de verdad.
Un día, el patito sintió curiosidad y nadó más lejos del lago. Llegó a un corral donde vivían gallinas rechonchas y perezosas. Ellas picoteaban el suelo y cacareaban sin parar. Al verlo, una de ellas soltó un fuerte “¡Cloc-cloc!” y las demás se unieron en un gran bullicio. El patito, muy asustado, se ocultó detrás de un montón de heno. Cuando las gallinas se marcharon, él suspiró y volvió al agua, con el corazón latiendo rápido.
Cuando cayó la lluvia, el patito buscó refugio bajo unas grandes hojas, pero el viento sopló y lo dejó empapado. Al día siguiente, tiritando, apenas podía mover sus patitas. Entonces apareció el amable granjero, lo recogió con cuidado y lo secó con un trapo suave. Lo llevó al cobertizo y le puso un montón de paja limpia. Allí le ofreció migas de pan y algunas hojas verdes. El patito comió con ganas y, esa noche, soñó con un hogar cálido.
Pasaron los días y el invierno llegó con su manto frío. El granjero llevó al patito al lago helado donde vivía un elegante grupo de cisnes. Ellos deslizaban sus cuerpos blancos sobre el hielo y graznaban con voces suaves. El patito se acercó con timidez, admirando sus cuellos largos y relucientes. Al mirarse en su reflejo, notó su nuevo plumaje brillante y sintió una chispa de esperanza.
Los cisnes nadaron hacia él y le abrieron las alas. “Bienvenido,” dijeron con voces suaves. El patito, ahora cisne, alzó el cuello con orgullo y se deslizó por el agua con elegancia. Nunca más se sintió solo.
Y así, el patito descubrió que ser diferente puede ser algo maravilloso.