El Ruiseñor

El Ruiseñor

por Hans Christian Andersen

⏱️3 min3-4 añosAutenticidadNaturaleza
Había una vez, en un lugar muy lejano, un emperador que vivía en un palacio de porcelana brillante. Su jardín era tan grande y maravilloso que la gente venía de todas partes solo para verlo. En un rincón de ese jardín, junto a un bosque verde, vivía un pajarito muy especial: un ruiseñor. No era muy colorido, era pequeñito y de color gris, pero ¡cómo cantaba! Su canto era tan dulce que hasta los pescadores dejaban de trabajar para escucharlo.

Un día, el emperador leyó en un libro: “Lo más maravilloso de tu imperio es el canto del ruiseñor”. El emperador frunció el ceño. “¿Un ruiseñor? ¡No sabía que tenía uno! ¡Tráiganmelo!”. Sus sirvientes buscaron por todo el palacio, pero no lo encontraron. Finalmente, una niña de la cocina les dijo: “¡Claro que lo conozco! Canta todas las noches en el bosque”.

La niña los llevó al bosque y allí, en una rama, estaba el pequeño ruiseñor. “Pajarito lindo”, dijo la niña, “el emperador quiere que cantes para él”. El ruiseñor, que era muy amable, aceptó. En el palacio, el ruiseñor cantó. Su melodía llenó cada rincón con tanta belleza que al emperador se le escaparon unas lagrimitas de felicidad. “¡Quédate conmigo, ruiseñor! Te daré una jaula de oro y todo lo que quieras”. Pero el ruiseñor le dijo: “Tu felicidad es mi mejor recompensa. Vendré a cantarte cuando quieras”.

Poco después, llegó un paquete para el emperador. ¡Era un ruiseñor de juguete! Estaba cubierto de diamantes y rubíes. Cuando le daban cuerda, cantaba una y otra vez la misma canción. “¡Qué maravilla!”, exclamaron todos. Era mucho más bonito que el ruiseñor de verdad. El emperador estaba tan fascinado con el juguete brillante que se olvidó del pajarito gris. El verdadero ruiseñor, al ver que ya no lo necesitaban, voló de regreso a su hogar en el bosque verde.

Pasó el tiempo, y un día, el pájaro de juguete hizo un ruido extraño: “¡Clic... crac... cataplúm!”. Se había roto y nadie sabía cómo arreglarlo. El palacio se quedó en silencio. Sin música, el emperador se puso muy, muy triste. Se enfermó tanto que no quería levantarse de la cama. Echaba de menos el canto de verdad, el que le hacía sentir cosquillas en el corazón.

Una noche, mientras estaba en su cama, escuchó una melodía dulce que venía de la ventana. ¡Era el ruiseñor! Había vuelto al enterarse de que el emperador estaba triste. Cantó y cantó toda la noche, y con cada nota, el emperador se sentía mejor y más fuerte. “¡Gracias, pequeño amigo!”, dijo el emperador. “Me has enseñado una gran lección. Por favor, quédate”. “No puedo vivir en una jaula”, respondió el ruiseñor, “pero vendré a cantarte siempre que me necesites”.

Y así fue. El ruiseñor visitaba al emperador, y su canto le recordaba que las cosas más valiosas no son las que brillan, sino las que se sienten con el corazón. Y el emperador aprendió que la verdadera magia no se ve, ¡se siente!

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