
El Zapatero y los Duendes
Aquella noche, en un pequeño taller al final de la calle, un zapatero y su esposa miraban preocupados un retazo de cuero. Era tan pequeño que apenas alcanzaba para un zapato. Con manos cansadas, el zapatero pensó: “¿Cómo haremos algo con esto?” Entonces, algo mágico estaba a punto de suceder.
Cerraron la puerta, guardaron sus herramientas y se acostaron sin encender ninguna luz. Al silencio de la noche, llegaron pequeños pasos suaves. Dos diminutas figuras se deslizaron hasta el banco de trabajo. Con sus manos ágiles, tomaron el cuero y empezaron a doblarlo, coser bordes y dar forma a un par de diminutos zapatos dorados. Cuando acabaron, se marcharon tan callados como habían llegado.
Al amanecer, el zapatero abrió la persiana y no pudo creer lo que vio. Allí, sobre la mesa, brillaba un par de zapatos perfectos. Eran tan finos y delicados que parecían hechos por manos mágicas. Con asombro y alegría, los mostraron a la gente del mercado. Pronto, vendieron aquel par por un precio justo, suficiente para comprar más cuero y herramientas nuevas.
Durante muchas noches, sucedió lo mismo. Cada tarde, el zapatero cortaba el cuero más pequeño. Cada mañana, encontraba un par de zapatos listos para vender. Gracias a aquel misterio, su taller prosperó y él y su esposa pudieron vivir con calma. Nunca faltaron materiales y su corazón se llenó de esperanza.
Cada semana, más personas visitaban su taller. Una señora elogiaba la calidad, otro caballero admiraba el suave eco al andar. Niños seguían con la mirada cada par nuevo. El zapatero y su esposa escuchaban con orgullo y se sentían felices de compartir su arte con toda la gente.
Un día, la curiosidad venció al zapatero. Decidió quedarse despierto y esconderse detrás de un estante. Su esposa le pasó un pequeño banco y una linterna tenue. Con el corazón latiendo, esperó en silencio. Cuando las agujas del reloj marcaron la medianoche, sintió pasos suaves muy cerca de la mesa.
El zapatero asomó la cabeza y vio a dos duendes diminutos. Vestían ropas de colores alegres y trabajaban con gran destreza en cada puntada. El zapatero y su esposa sintieron ternura y admiración. A la mañana siguiente, cosieron un par de tules diminutos y un chaleco elegante con la mejor tela que tenían. Lo dejaron en la mesa junto a los zapatos nuevos.
Esa noche, los duendes regresaron y encontraron las ropas. Saltaron, aplaudieron y bailaron con tanta alegría que llenaron el taller de risas suaves. Antes de marcharse, lanzaron un último destello de luz y dejaron el taller envuelto en un brillo amable. El zapatero y su esposa despertaron con sonrisas enormes y corazones llenos de gratitud.
Desde entonces, el zapatero comprendió que la gratitud y la bondad eran más valiosas que el oro. Cada vez que miraba aquellos zapatos y las pequeñas ropas, recordaba la ayuda inesperada. Y así, cada zapato siempre llevaba un poco de magia.
Cerraron la puerta, guardaron sus herramientas y se acostaron sin encender ninguna luz. Al silencio de la noche, llegaron pequeños pasos suaves. Dos diminutas figuras se deslizaron hasta el banco de trabajo. Con sus manos ágiles, tomaron el cuero y empezaron a doblarlo, coser bordes y dar forma a un par de diminutos zapatos dorados. Cuando acabaron, se marcharon tan callados como habían llegado.
Al amanecer, el zapatero abrió la persiana y no pudo creer lo que vio. Allí, sobre la mesa, brillaba un par de zapatos perfectos. Eran tan finos y delicados que parecían hechos por manos mágicas. Con asombro y alegría, los mostraron a la gente del mercado. Pronto, vendieron aquel par por un precio justo, suficiente para comprar más cuero y herramientas nuevas.
Durante muchas noches, sucedió lo mismo. Cada tarde, el zapatero cortaba el cuero más pequeño. Cada mañana, encontraba un par de zapatos listos para vender. Gracias a aquel misterio, su taller prosperó y él y su esposa pudieron vivir con calma. Nunca faltaron materiales y su corazón se llenó de esperanza.
Cada semana, más personas visitaban su taller. Una señora elogiaba la calidad, otro caballero admiraba el suave eco al andar. Niños seguían con la mirada cada par nuevo. El zapatero y su esposa escuchaban con orgullo y se sentían felices de compartir su arte con toda la gente.
Un día, la curiosidad venció al zapatero. Decidió quedarse despierto y esconderse detrás de un estante. Su esposa le pasó un pequeño banco y una linterna tenue. Con el corazón latiendo, esperó en silencio. Cuando las agujas del reloj marcaron la medianoche, sintió pasos suaves muy cerca de la mesa.
El zapatero asomó la cabeza y vio a dos duendes diminutos. Vestían ropas de colores alegres y trabajaban con gran destreza en cada puntada. El zapatero y su esposa sintieron ternura y admiración. A la mañana siguiente, cosieron un par de tules diminutos y un chaleco elegante con la mejor tela que tenían. Lo dejaron en la mesa junto a los zapatos nuevos.
Esa noche, los duendes regresaron y encontraron las ropas. Saltaron, aplaudieron y bailaron con tanta alegría que llenaron el taller de risas suaves. Antes de marcharse, lanzaron un último destello de luz y dejaron el taller envuelto en un brillo amable. El zapatero y su esposa despertaron con sonrisas enormes y corazones llenos de gratitud.
Desde entonces, el zapatero comprendió que la gratitud y la bondad eran más valiosas que el oro. Cada vez que miraba aquellos zapatos y las pequeñas ropas, recordaba la ayuda inesperada. Y así, cada zapato siempre llevaba un poco de magia.