
La Cenicienta
Había una vez una joven buena y dulce que se llamaba Cenicienta. Vivía con su madrastra y dos hermanastras que la trataban mal. La hacían limpiar y cocinar todo el día. Como dormía cerca de las cenizas de la chimenea para no tener frío, la llamaban Cenicienta para burlarse.
Un día, llegó una carta del palacio. ¡El príncipe iba a dar una gran fiesta! Invitaba a todas las chicas del reino. Las hermanastras gritaron de alegría y buscaron sus mejores vestidos.
—Tú no irás a ningún lado, Cenicienta —dijo la madrastra—. Estás sucia y no tienes un vestido bonito.
Cenicienta las vio irse en el carruaje, muy triste. Se fue al jardín a llorar sola. De repente, apareció una luz suave y brillante. ¡Era su Hada Madrina, con una varita que brillaba!
—No llores, pequeña —dijo con voz dulce—. Tú irás a esa fiesta.
¡Y la magia empezó! Con su varita, tocó una calabaza y la convirtió en un carruaje dorado. Unos ratoncitos se volvieron caballos blancos. El vestido viejo de Cenicienta se transformó en un vestido azul precioso, con brillitos como estrellas. Y en sus pies, aparecieron unos zapatitos de cristal.
—¡Qué maravilla! —dijo Cenicienta, muy feliz.
—Escucha bien —le dijo el Hada Madrina—. La magia solo dura hasta la medianoche. Debes volver antes de que el reloj dé las doce.
Cuando Cenicienta llegó al palacio, todos la miraron. ¡Estaba guapísima! El príncipe se acercó a ella y le pidió bailar. Bailaron y rieron toda la noche. Cenicienta estaba tan contenta que se olvidó de la hora.
De pronto, el gran reloj empezó a sonar: ¡dong, dong, dong! ¡Las doce!
—¡Oh, no! ¡Tengo que irme! —gritó Cenicienta.
Salió corriendo muy rápido por la escalera y, con la prisa, perdió uno de sus zapatitos de cristal. No pudo regresar a por él. El príncipe lo encontró y prometió buscar por todo el reino a la dueña de ese zapato.
Al día siguiente, fue casa por casa. Cuando llegó a la de Cenicienta, las hermanastras intentaron ponerse el zapato, pero sus pies eran muy grandes.
—¿No hay nadie más en la casa? —preguntó el príncipe.
La madrastra dijo que no, pero el príncipe vio a Cenicienta. Le pidió que se probara el zapatito. Y su pie pequeño entró perfectamente. ¡Era el suyo!
El príncipe la reconoció y se puso muy contento. La llevó a su palacio, se casaron y vivieron felices para siempre. Y así, la bondad de Cenicienta tuvo su recompensa.
Un día, llegó una carta del palacio. ¡El príncipe iba a dar una gran fiesta! Invitaba a todas las chicas del reino. Las hermanastras gritaron de alegría y buscaron sus mejores vestidos.
—Tú no irás a ningún lado, Cenicienta —dijo la madrastra—. Estás sucia y no tienes un vestido bonito.
Cenicienta las vio irse en el carruaje, muy triste. Se fue al jardín a llorar sola. De repente, apareció una luz suave y brillante. ¡Era su Hada Madrina, con una varita que brillaba!
—No llores, pequeña —dijo con voz dulce—. Tú irás a esa fiesta.
¡Y la magia empezó! Con su varita, tocó una calabaza y la convirtió en un carruaje dorado. Unos ratoncitos se volvieron caballos blancos. El vestido viejo de Cenicienta se transformó en un vestido azul precioso, con brillitos como estrellas. Y en sus pies, aparecieron unos zapatitos de cristal.
—¡Qué maravilla! —dijo Cenicienta, muy feliz.
—Escucha bien —le dijo el Hada Madrina—. La magia solo dura hasta la medianoche. Debes volver antes de que el reloj dé las doce.
Cuando Cenicienta llegó al palacio, todos la miraron. ¡Estaba guapísima! El príncipe se acercó a ella y le pidió bailar. Bailaron y rieron toda la noche. Cenicienta estaba tan contenta que se olvidó de la hora.
De pronto, el gran reloj empezó a sonar: ¡dong, dong, dong! ¡Las doce!
—¡Oh, no! ¡Tengo que irme! —gritó Cenicienta.
Salió corriendo muy rápido por la escalera y, con la prisa, perdió uno de sus zapatitos de cristal. No pudo regresar a por él. El príncipe lo encontró y prometió buscar por todo el reino a la dueña de ese zapato.
Al día siguiente, fue casa por casa. Cuando llegó a la de Cenicienta, las hermanastras intentaron ponerse el zapato, pero sus pies eran muy grandes.
—¿No hay nadie más en la casa? —preguntó el príncipe.
La madrastra dijo que no, pero el príncipe vio a Cenicienta. Le pidió que se probara el zapatito. Y su pie pequeño entró perfectamente. ¡Era el suyo!
El príncipe la reconoció y se puso muy contento. La llevó a su palacio, se casaron y vivieron felices para siempre. Y así, la bondad de Cenicienta tuvo su recompensa.
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