
La Margarita
Había una vez una margarita pequeña en un prado verde. Tenía pétalos muy blancos y un corazón amarillo, como el sol. La margarita era muy feliz. El sol calentaba su carita. Ella pensaba: «¡Qué gustito!». El viento la hacía bailar. Se movía y decía: «¡Qué divertido!».
Su amiga, la alondra, la visitaba cada mañana. Le cantaba una canción: «¡Pío, pío, sol, solecito! ¡Hola, hola, mi amiguita!». La margarita se estiraba muy alta para escucharla. Respondía feliz: «¡Qué feliz estoy, qué feliz estoy!». Pasaban el día juntas. La alondra cantaba y la margarita bailaba. ¡Eran las mejores amigas!
Un día, unos niños vieron la flor. «¡Qué flor tan bonita!», dijo uno. «¡Vamos a cuidarla! Le haremos una casita», dijo otro. Con mucho cuidado, pusieron palitos alrededor de la margarita. «¡Listo! Ahora está segura», dijeron. Y se fueron a jugar. Pero la margarita se puso triste. ¡Oh, no! La casita de palitos le tapaba el sol. Ya no sentía el calorcito. Tampoco podía bailar con el viento. Sus pétalos blancos se cayeron un poquito. ¡Pum! Susurró: «¡Qué triste estoy, qué triste estoy!».
La alondra volvió y la vio muy triste. «¿Qué te pasa, amiguita?», le preguntó. «No veo el sol y no puedo bailar», dijo la margarita con voz bajita.
¡La alondra entendió todo! Su amiga necesitaba ayuda. Voló muy, muy alto. Cantó con todas sus fuerzas: «¡PÍO, PÍO, SOL, SOLECITO! ¡HOLA, HOLA, MI AMIGUITA!». Su canto fue tan fuerte que los niños lo oyeron. «¡Es la alondra! ¡Nos está llamando!», dijo una niña. Corrieron de vuelta. Vieron a la margarita con sus pétalos caídos. «¡Oh, pobrecita!», dijo un niño. «Creo que se siente atrapada». Otro niño añadió: «¡Claro! ¡A ella le gusta sentir el sol y el viento! ¡Nuestra casita no la dejó ser feliz!».
Con mucho cuidado, quitaron los palitos, uno por uno. De repente, un rayo de sol iluminó a la margarita. ¡Qué alegría! Levantó sus pétalos. Exclamó: «¡Qué feliz estoy, qué feliz estoy!». Sintió el calorcito otra vez. Pensó: «¡Qué gustito!». Y una brisa suave la hizo bailar. «¡Qué divertido!».
Los niños sonrieron al verla tan contenta. Aprendieron que a las flores les gusta que las cuiden, pero también ser libres. Y recuerda: para cuidar de verdad, hay que dejar a la naturaleza brillar.
Su amiga, la alondra, la visitaba cada mañana. Le cantaba una canción: «¡Pío, pío, sol, solecito! ¡Hola, hola, mi amiguita!». La margarita se estiraba muy alta para escucharla. Respondía feliz: «¡Qué feliz estoy, qué feliz estoy!». Pasaban el día juntas. La alondra cantaba y la margarita bailaba. ¡Eran las mejores amigas!
Un día, unos niños vieron la flor. «¡Qué flor tan bonita!», dijo uno. «¡Vamos a cuidarla! Le haremos una casita», dijo otro. Con mucho cuidado, pusieron palitos alrededor de la margarita. «¡Listo! Ahora está segura», dijeron. Y se fueron a jugar. Pero la margarita se puso triste. ¡Oh, no! La casita de palitos le tapaba el sol. Ya no sentía el calorcito. Tampoco podía bailar con el viento. Sus pétalos blancos se cayeron un poquito. ¡Pum! Susurró: «¡Qué triste estoy, qué triste estoy!».
La alondra volvió y la vio muy triste. «¿Qué te pasa, amiguita?», le preguntó. «No veo el sol y no puedo bailar», dijo la margarita con voz bajita.
¡La alondra entendió todo! Su amiga necesitaba ayuda. Voló muy, muy alto. Cantó con todas sus fuerzas: «¡PÍO, PÍO, SOL, SOLECITO! ¡HOLA, HOLA, MI AMIGUITA!». Su canto fue tan fuerte que los niños lo oyeron. «¡Es la alondra! ¡Nos está llamando!», dijo una niña. Corrieron de vuelta. Vieron a la margarita con sus pétalos caídos. «¡Oh, pobrecita!», dijo un niño. «Creo que se siente atrapada». Otro niño añadió: «¡Claro! ¡A ella le gusta sentir el sol y el viento! ¡Nuestra casita no la dejó ser feliz!».
Con mucho cuidado, quitaron los palitos, uno por uno. De repente, un rayo de sol iluminó a la margarita. ¡Qué alegría! Levantó sus pétalos. Exclamó: «¡Qué feliz estoy, qué feliz estoy!». Sintió el calorcito otra vez. Pensó: «¡Qué gustito!». Y una brisa suave la hizo bailar. «¡Qué divertido!».
Los niños sonrieron al verla tan contenta. Aprendieron que a las flores les gusta que las cuiden, pero también ser libres. Y recuerda: para cuidar de verdad, hay que dejar a la naturaleza brillar.
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