
La Ninfa del Estanque
¿Te imaginas un estanque brillante donde vive una ninfa curiosa que adora contar historias a los animalitos que se acercan? Justo así era el pequeño estanque del Bosque Verde, donde cada día pasaba algo mágico y divertido para quien se atreviera a escuchar con el corazón abierto.
Una mañana, dos hermanos, Lucía y Mateo, jugaron cerca de ese estanque. Saltaron entre las piedras y compartieron migas de pan con los patos. Se agacharon para ver los pequeños insectos que danzaban sobre el agua y rieron cuando una libélula se posó sobre el dedo de Lucía. De repente, escucharon un susurro suave como el viento: “¡Hola!” Lucía y Mateo se quedaron quietos y miraron a su alrededor, sin saber de dónde salía la voz.
Con cuidado, se acercaron a unos juncos altos y vieron a una criatura diminuta sentada en una hoja ancha. Era una ninfa de agua, con cabellos de hilos plateados que brillaban bajo el sol y ojos como pequeñas perlas. Ella peinaba su larga cabellera con un ramito de hierba, mientras algunos peces saltaban cerca para saludarla. Lucía susurró emocionada: “¡Mira, Mateo! ¡Es tan pequeña y tan linda!”
En ese momento, la ninfa alzó la vista y sonrió tímida. Dejó a un lado su capa hecha de hojas doradas para secarse al sol junto a una roca. Mateo, siempre con ganas de bromear, saltó sigiloso y escondió la capa detrás de unas piedras. Lucía soltó una risita, pero la ninfa buscó su capa con ojos tristes y dijo con voz dulce: “¿Dónde está mi capa? Sin ella, no puedo nadar ni volver a casa.” Los niños sintieron un pellizco de culpa, pero la travesura les pareció tan divertida que aguardaron la reacción de la ninfa.
Ella se sentó en su hoja, cruzó las piernecitas y apoyó la barbilla en las manos, mirando fijamente a los hermanos con una expresión tierna. Mateo soltó una carcajada nerviosa que hizo reír a Lucía, pero luego la risa se apagó cuando vieron cuán triste estaba la ninfa. Entonces, Lucía adelantó un pasito y dijo con voz suave: “Lo siento mucho. Fue una broma, pero no quise hacerte daño.” Mateo asintió, bajando la cabeza.
Con cuidado, devolvieron la capa a la ninfa. En cuanto la tocó, la puso sobre sus hombros y agitó las hojas, que volaron como mariposas doradas. Para agradecerles, la ninfa tomó del estanque una pequeña gema azul que relucía como un pedacito de cielo. “Esta gema es mágica”, explicó, “recordará siempre la importancia de cumplir las promesas y compartir la bondad.”
Lucía sostuvo la gema entre sus manos y la vio brillar con destellos suaves. Mateo la sostuvo después y sintió un cosquilleo alegre recorrer todo su cuerpo. Los hermanos comprendieron que la verdadera magia estaba en el cariño y en la promesa que hacían el uno al otro. Prometieron cuidar la gema y usar su brillo para ayudar a quien lo necesitara, tal como la ninfa los había ayudado a entender el valor de la amistad.
Antes de despedirse, la ninfa agitó la mano y el estanque resplandeció. Los patos graznaron alegremente y las libélulas elevaron sus alas en un último baile. Lucía y Mateo se alejaron tomados de la mano, sintiéndose orgullosos por haber aprendido a ser amables.
Y así, prometieron cuidar siempre de la Ninfa del Estanque.
Una mañana, dos hermanos, Lucía y Mateo, jugaron cerca de ese estanque. Saltaron entre las piedras y compartieron migas de pan con los patos. Se agacharon para ver los pequeños insectos que danzaban sobre el agua y rieron cuando una libélula se posó sobre el dedo de Lucía. De repente, escucharon un susurro suave como el viento: “¡Hola!” Lucía y Mateo se quedaron quietos y miraron a su alrededor, sin saber de dónde salía la voz.
Con cuidado, se acercaron a unos juncos altos y vieron a una criatura diminuta sentada en una hoja ancha. Era una ninfa de agua, con cabellos de hilos plateados que brillaban bajo el sol y ojos como pequeñas perlas. Ella peinaba su larga cabellera con un ramito de hierba, mientras algunos peces saltaban cerca para saludarla. Lucía susurró emocionada: “¡Mira, Mateo! ¡Es tan pequeña y tan linda!”
En ese momento, la ninfa alzó la vista y sonrió tímida. Dejó a un lado su capa hecha de hojas doradas para secarse al sol junto a una roca. Mateo, siempre con ganas de bromear, saltó sigiloso y escondió la capa detrás de unas piedras. Lucía soltó una risita, pero la ninfa buscó su capa con ojos tristes y dijo con voz dulce: “¿Dónde está mi capa? Sin ella, no puedo nadar ni volver a casa.” Los niños sintieron un pellizco de culpa, pero la travesura les pareció tan divertida que aguardaron la reacción de la ninfa.
Ella se sentó en su hoja, cruzó las piernecitas y apoyó la barbilla en las manos, mirando fijamente a los hermanos con una expresión tierna. Mateo soltó una carcajada nerviosa que hizo reír a Lucía, pero luego la risa se apagó cuando vieron cuán triste estaba la ninfa. Entonces, Lucía adelantó un pasito y dijo con voz suave: “Lo siento mucho. Fue una broma, pero no quise hacerte daño.” Mateo asintió, bajando la cabeza.
Con cuidado, devolvieron la capa a la ninfa. En cuanto la tocó, la puso sobre sus hombros y agitó las hojas, que volaron como mariposas doradas. Para agradecerles, la ninfa tomó del estanque una pequeña gema azul que relucía como un pedacito de cielo. “Esta gema es mágica”, explicó, “recordará siempre la importancia de cumplir las promesas y compartir la bondad.”
Lucía sostuvo la gema entre sus manos y la vio brillar con destellos suaves. Mateo la sostuvo después y sintió un cosquilleo alegre recorrer todo su cuerpo. Los hermanos comprendieron que la verdadera magia estaba en el cariño y en la promesa que hacían el uno al otro. Prometieron cuidar la gema y usar su brillo para ayudar a quien lo necesitara, tal como la ninfa los había ayudado a entender el valor de la amistad.
Antes de despedirse, la ninfa agitó la mano y el estanque resplandeció. Los patos graznaron alegremente y las libélulas elevaron sus alas en un último baile. Lucía y Mateo se alejaron tomados de la mano, sintiéndose orgullosos por haber aprendido a ser amables.
Y así, prometieron cuidar siempre de la Ninfa del Estanque.