
Las Galochas De La Fortuna
En una callecita muy tranquila, dos hadas buenas vieron unas botas de lluvia rojas. "¡Mira, están solitas!", dijo el Hada Alegría. "¡Vamos a darles un toque mágico!", respondió el Hada Cuidado. Con un chispazo brillante, las convirtieron en las Galochas de la Fortuna. ¡Quien se las pusiera podría desear cosas maravillosas!
Justo en ese momento, pasó por allí un niño llamado Leo. Vio las botas rojas y sus ojos se abrieron mucho. "¡Qué botas tan bonitas!", exclamó. Se las probó y, ¡zas!, le quedaron perfectas. Miró un pajarito que volaba alto en el cielo y dijo en voz alta: "¡Ojalá yo también pudiera volar!".
De repente, los pies de Leo se despegaron del suelo. ¡Uy! Subió y subió, volando por encima de los árboles y los techos de las casas. ¡Era muy divertido! Pero cuando el viento sopló un poquito fuerte, se asustó un poco. "¡Mejor deseo volver al suelo!", dijo. Y con un suave ¡puf!, aterrizó de pie, como una pluma.
"¡Son botas mágicas!", susurró muy emocionado. Vio a su amiga Ana jugando en el parque y se le ocurrió una idea genial para compartir. "¡Deseo dos trozos del pastel de chocolate más rico del mundo, uno para mí y otro para Ana!". ¡Puf! En sus manos aparecieron dos platos con dos porciones perfectas de pastel, con mucha crema. "¡Toma, Ana!", dijo Leo, y los dos amigos comieron felices.
Con la barriga llena y el corazón contento, Leo tuvo otra idea. "¡Ahora quiero todos los juguetes del mundo solo para mí!". ¡Zas! De pronto, estaba en una habitación gigante llena de pelotas, coches de carreras y bloques para construir torres altísimas. Pero... ¿dónde estaba Ana? Leo cogió un tren de madera, pero no tenía a nadie con quien jugar a las estaciones. Estar solo, incluso con todos los juguetes del mundo, no era nada divertido. "Prefiero mil veces jugar con Ana", pensó.
En un instante, la habitación de juguetes desapareció y Leo estaba de nuevo en el parque, al lado de su amiga. Se quitó las botas mágicas y las dejó con cuidado en el mismo lugar donde las encontró. Había aprendido que la mejor magia era tener a alguien con quien reír y compartir.
Y desde ese día, siempre recordó una cosa muy importante: ¡Jugar con mis amigos es la mejor aventura de todas!
Justo en ese momento, pasó por allí un niño llamado Leo. Vio las botas rojas y sus ojos se abrieron mucho. "¡Qué botas tan bonitas!", exclamó. Se las probó y, ¡zas!, le quedaron perfectas. Miró un pajarito que volaba alto en el cielo y dijo en voz alta: "¡Ojalá yo también pudiera volar!".
De repente, los pies de Leo se despegaron del suelo. ¡Uy! Subió y subió, volando por encima de los árboles y los techos de las casas. ¡Era muy divertido! Pero cuando el viento sopló un poquito fuerte, se asustó un poco. "¡Mejor deseo volver al suelo!", dijo. Y con un suave ¡puf!, aterrizó de pie, como una pluma.
"¡Son botas mágicas!", susurró muy emocionado. Vio a su amiga Ana jugando en el parque y se le ocurrió una idea genial para compartir. "¡Deseo dos trozos del pastel de chocolate más rico del mundo, uno para mí y otro para Ana!". ¡Puf! En sus manos aparecieron dos platos con dos porciones perfectas de pastel, con mucha crema. "¡Toma, Ana!", dijo Leo, y los dos amigos comieron felices.
Con la barriga llena y el corazón contento, Leo tuvo otra idea. "¡Ahora quiero todos los juguetes del mundo solo para mí!". ¡Zas! De pronto, estaba en una habitación gigante llena de pelotas, coches de carreras y bloques para construir torres altísimas. Pero... ¿dónde estaba Ana? Leo cogió un tren de madera, pero no tenía a nadie con quien jugar a las estaciones. Estar solo, incluso con todos los juguetes del mundo, no era nada divertido. "Prefiero mil veces jugar con Ana", pensó.
En un instante, la habitación de juguetes desapareció y Leo estaba de nuevo en el parque, al lado de su amiga. Se quitó las botas mágicas y las dejó con cuidado en el mismo lugar donde las encontró. Había aprendido que la mejor magia era tener a alguien con quien reír y compartir.
Y desde ese día, siempre recordó una cosa muy importante: ¡Jugar con mis amigos es la mejor aventura de todas!
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