
Los Siete Cuervos
Gancho:
Una tarde brillante, Clara miró el cielo buscando a sus siete hermanos que nunca regresaron de jugar. El viento susurró pistas misteriosas, las nubes formaron figuras extrañas y un cuervo negro graznó en lo alto. ¿Adónde habrían ido los hermanos? Clara apretó sus pequeñas manos y decidió emprender una aventura mágica para encontrarlos.
La mamá de Clara la abrazó y le dijo que tuviera cuidado. Su casita tenía paredes blancas con flores rosadas en las ventanas y una puerta pequeña de madera. El papá la llamó valiente, ajustó su gorro y le dio un beso en la frente antes de dejarla ir. Clara asintió con determinación, se puso su bufanda roja y salió con paso ligero. Aunque el bosque se veía tranquilo, una chispa de curiosidad brillaba en sus ojos.
Al amanecer siguiente, Clara siguió un sendero de hojas doradas. Mariposas naranjas revoloteaban a su alrededor y un conejito asomó su ternura entre los arbustos. Cada paso crujía como una risita, y los pajaritos la animaban con trinos alegres. De pronto, halló un charco lleno de huellas de pájaros grandes. Observó con cuidado y vio siete marcas profundas que se alejaban en línea recta.
Pronto llegó a un bosque que brillaba con un tono azulado. Los árboles crecían altos como guardianes y el aire olía a miel y a hierba fresca. Mientras avanzaba, algo crujió detrás de ella y un conejo salió brincando, asustándose con su propio salto. Clara rió suavemente, recordó su misión y siguió adelante, con el corazón contento.
Ante ella se alzó una nube de niebla azul. En la niebla surgió un eco de alas y un graznido suave. Clara sintió un ligero temblor, pero recordó el abrazo de su mamá y suspiró con valor. Luego, con voz pausada, pronunció el primer nombre: “Bruno”. De la niebla apareció un cuervo grande con plumaje brillante. Movió sus alas y graznó: “Soy Bruno”. Clara sonrió con alivio. Salió volando hacia la luz.
Clara respiró hondo y siguió: “Tomás”. Otro cuervo apareció, revoloteó y dijo: “Soy Tomás”. Luego murmuró “Lucas”, “Hugo”, “Marco” y “Simón”. Con cada nombre, un cuervo emergía, graznaba su nombre y se elevaba libre. La niebla perdía fuerza, se volvía más clara y dejaba pasar rayos de sol.
Por último, Clara susurró el séptimo nombre: “Diego”. Un cuervo pausó su vuelo al escuchar, descendió y se posó en su hombro. Al rozar suave con sus alas, ¡el cuervo se transformó en el pequeño Diego! Clara lo abrazó con alegría y pronto los siete hermanos, felices y libres, corrieron coloridos entre los árboles.
De vuelta en casa, la familia se reunió junto al fuego. La mamá preparó chocolate caliente y el papá contó historias divertidas. Los siete hermanos se acurrucaron junto a Clara, mientras la abuela sonreía desde su mecedora. Ella sintió el calor del hogar en su corazón y supo que el amor era la más poderosa de las magias.
¡Y colorín, colorado, el amor todo lo puede!
Una tarde brillante, Clara miró el cielo buscando a sus siete hermanos que nunca regresaron de jugar. El viento susurró pistas misteriosas, las nubes formaron figuras extrañas y un cuervo negro graznó en lo alto. ¿Adónde habrían ido los hermanos? Clara apretó sus pequeñas manos y decidió emprender una aventura mágica para encontrarlos.
La mamá de Clara la abrazó y le dijo que tuviera cuidado. Su casita tenía paredes blancas con flores rosadas en las ventanas y una puerta pequeña de madera. El papá la llamó valiente, ajustó su gorro y le dio un beso en la frente antes de dejarla ir. Clara asintió con determinación, se puso su bufanda roja y salió con paso ligero. Aunque el bosque se veía tranquilo, una chispa de curiosidad brillaba en sus ojos.
Al amanecer siguiente, Clara siguió un sendero de hojas doradas. Mariposas naranjas revoloteaban a su alrededor y un conejito asomó su ternura entre los arbustos. Cada paso crujía como una risita, y los pajaritos la animaban con trinos alegres. De pronto, halló un charco lleno de huellas de pájaros grandes. Observó con cuidado y vio siete marcas profundas que se alejaban en línea recta.
Pronto llegó a un bosque que brillaba con un tono azulado. Los árboles crecían altos como guardianes y el aire olía a miel y a hierba fresca. Mientras avanzaba, algo crujió detrás de ella y un conejo salió brincando, asustándose con su propio salto. Clara rió suavemente, recordó su misión y siguió adelante, con el corazón contento.
Ante ella se alzó una nube de niebla azul. En la niebla surgió un eco de alas y un graznido suave. Clara sintió un ligero temblor, pero recordó el abrazo de su mamá y suspiró con valor. Luego, con voz pausada, pronunció el primer nombre: “Bruno”. De la niebla apareció un cuervo grande con plumaje brillante. Movió sus alas y graznó: “Soy Bruno”. Clara sonrió con alivio. Salió volando hacia la luz.
Clara respiró hondo y siguió: “Tomás”. Otro cuervo apareció, revoloteó y dijo: “Soy Tomás”. Luego murmuró “Lucas”, “Hugo”, “Marco” y “Simón”. Con cada nombre, un cuervo emergía, graznaba su nombre y se elevaba libre. La niebla perdía fuerza, se volvía más clara y dejaba pasar rayos de sol.
Por último, Clara susurró el séptimo nombre: “Diego”. Un cuervo pausó su vuelo al escuchar, descendió y se posó en su hombro. Al rozar suave con sus alas, ¡el cuervo se transformó en el pequeño Diego! Clara lo abrazó con alegría y pronto los siete hermanos, felices y libres, corrieron coloridos entre los árboles.
De vuelta en casa, la familia se reunió junto al fuego. La mamá preparó chocolate caliente y el papá contó historias divertidas. Los siete hermanos se acurrucaron junto a Clara, mientras la abuela sonreía desde su mecedora. Ella sintió el calor del hogar en su corazón y supo que el amor era la más poderosa de las magias.
¡Y colorín, colorado, el amor todo lo puede!