Madre Nieve

Madre Nieve

por Hermanos Grimm

⏱️4 min3-4 añosBellezaAmistad
En un reino cubierto por un manto de nieve brillante vivía una niña tan pura y valiente que hasta las estrellas la envidiaban.

Se llamaba Madre Nieve. Su piel era blanca como la luna, sus mejillas rosadas como pétalos y sus cabellos negros relucían al sol. Vivía en un palacio elegante, adornado con flores y cortinas suaves. Aunque su vida parecía perfecta, su madrastra, la reina, guardaba un secreto de celos muy grande.

Cada mañana la reina se acercaba a su espejo mágico y preguntaba con voz grave: “Espejo, espejo, ¿quién es la más bella?” El espejo solo respondía con un eco suave y siempre decía: “Señora, usted es hermosa, pero Madre Nieve le gana en bondad y belleza.”

La reina sintió cómo su corazón se encogía. Llamó al cazador y le ordenó llevar a la niña al bosque y no volver con ella. El cazador, de mirada triste, siguió las órdenes y llevó a Madre Nieve. Pero cuando vio su cara dulce y su llanto tímido junto al arroyo, decidió perdonarla.

El hombre soltó a Madre Nieve junto a un río cristalino y regresó solo al palacio. La niña limpió sus lágrimas y caminó bajo árboles gigantescos, escuchando el canto de los pájaros y sintiendo la brisa fresca en su rostro. Pronto llegó a una cabaña pequeña, oculta entre helechos verdes.

Al entrar, descubrió siete sombreros colgados, cada uno de distinto color y tamaño. Vio también siete pequeñas camas, una al lado de otra, y una mesa con siete tazas y un poco de comida. De pronto, aparecieron siete enanitos bajitos y simpáticos. Eran Dormilón, Gruñón, Risitas, Bailarín, Silbón, Sabio y Tímido.

Cada enanito tenía una sonrisa amable. Dormilón bostezaba mientras contaba una historia, Gruñón arrugaba la frente pero luego les ofrecía frutas, Risitas contaba chistes que hacían eco en el bosque, Bailarín no dejaba de moverse, Silbón silbaba canciones, Sabio señalaba mapas viejos, y Tímido se escondía detrás de ellos con curiosidad.

Madre Nieve explicó su aventura y ellos la invitaron a quedarse. Al atardecer, la niña ayudó a lavar los platos, a barrer el suelo y hasta a cantar una nana dulce. Antes de dormir, los enanitos le dieron una pequeña cama donde ella durmió plácidamente, soñando con campos floridos.

Pero la reina descubrió que el espejo seguía diciendo la verdad. Con enfado, se disfrazó de vendedora y tomó un peine mágico. Al volver al bosque, engañó a Madre Nieve y ofreció el peine. Cuando lo usó en su cabello, se clavó fuerte y la niña cayó desmayada.

Los enanitos regresaron y vieron a su nueva amiga en el suelo. Trabajaron juntos para quitar el peine: Gruñón tiró con fuerza controlada, Silbón silbó para calmarla, y Sabio dijo palabras tranquilizadoras. Al fin el peine salió, y Madre Nieve abrió los ojos con una sonrisa débil.

La reina volvió, enfurecida, con un corsé muy apretado. Fingió ser amable y ofreció ayudar a Madre Nieve a ajustarlo. Ella lo aceptó, pero el corsé la apretó tanto que no pudo respirar y cayó medio desmayada.

Los enanitos la encontraron pronto. Dormilón bajó de la cama dando un salto, Gruñón soltó una exclamación, y entre todos aflojaron el corsé con cuidado. Madre Nieve respiró hondo, tosió un poco y luego rió con alivio.

La tercera vez, la reina preparó una manzana roja como rubí. Se pintó el rostro de amable anciana y ofreció la fruta. Madre Nieve, con gusto, mordió la manzana y cayó en sueño profundo. Los enanitos, al verla tan tranquila, la colocaron en un ataúd de cristal, cubierto de flores.

Un príncipe errante, al pasar por el bosque, vio el ataúd y quedó fascinado. Con un beso lleno de ternura, despertó a Madre Nieve. Ella abrió los ojos, vio su reflejo en el cristal y sonrió. Todos celebraron bajo el sol y la nieve. Y cada vez que veían la nieve, decían felices: “La belleza está en el corazón.”