
Ricitos de Oro y los Tres Osos
Había una vez una niña curiosa llamada Ricitos de Oro que un día, en medio del bosque, vio una casita pequeña y brillante…
Ricitos de Oro estaba cansada y tenía mucha hambre. Entró en la casita, donde encontró tres tazones de avena sobre la mesa. Probó el primero, muy caliente, y lo dejó. Probó el segundo, muy frío, y lo dejó. Cuando probó el tercero, estaba cálido y suave, y se lo comió todo.
Después, vio tres sillas. Se sentó en la primera, muy grande, y se tambaleó. La segunda era muy pequeña y saltó. La tercera era perfecta; se sentó cómodamente, pero la silla se rompió bajo su peso. Ella se rio un poco, sin malicia.
Ricitos de Oro tenía sueño y subió las escaleras. Encontró tres camas. Saltó sobre la primera, muy dura; rebotó. La segunda era muy blanda; apenas se hundió. Cuando probó la tercera, era perfecta: se acomodó, cerró los ojos y durmió profundamente.
Mientras tanto, los tres osos regresaron a su casita del bosque. Papá Oso vio su plato de avena con apenas un bocado; Mamá Osa vio el suyo casi intacto; Bebé Oso vio su plato vacío y rugió de sorpresa.
Papá Oso dijo con voz grave: “¡Alguien comió mi avena!”. Mamá Osa añadió con voz dulce: “¡Alguien probó la mía!”. Bebé Oso gimió: “¡Alguien se comió toda la mía!”.
Bajaron a la sala. Papá Oso encontró su silla intacta; Mamá Osa vio la suya quieta; pero Bebé Oso descubrió su silla rota en el suelo. Bebé Oso gritó: “¡Alguien rompió mi silla!”.
Subieron al cuarto. Papá Oso notó la cama sin tocar; Mamá Osa vio la suya revuelta; Bebé Oso vio a Ricitos de Oro durmiendo. Ella despertó sobresaltada, vio a los tres osos y saltó de la cama.
Ricitos de Oro se puso de pie, muy nerviosa. Miró a Papá Oso, a Mamá Osa y a Bebé Oso, y con voz suave dijo: “Lo siento mucho. Solo tenía hambre y estaba cansada”.
Papá Oso la miró y suspiró. Mamá Osa le ofreció un poco de avena nueva y Bebé Oso dejó de rugir. Ricitos de Oro comió y conversó con ellos. Al final, salieron juntos al claro del bosque, cada uno con una sonrisa.
Y así aprendieron a compartir sin hacer daño: ricos y pequeños, grandes y fuertes, desde aquel día vivieron con cuidado y respeto... ¡y todos cenaron felices para siempre!
Ricitos de Oro estaba cansada y tenía mucha hambre. Entró en la casita, donde encontró tres tazones de avena sobre la mesa. Probó el primero, muy caliente, y lo dejó. Probó el segundo, muy frío, y lo dejó. Cuando probó el tercero, estaba cálido y suave, y se lo comió todo.
Después, vio tres sillas. Se sentó en la primera, muy grande, y se tambaleó. La segunda era muy pequeña y saltó. La tercera era perfecta; se sentó cómodamente, pero la silla se rompió bajo su peso. Ella se rio un poco, sin malicia.
Ricitos de Oro tenía sueño y subió las escaleras. Encontró tres camas. Saltó sobre la primera, muy dura; rebotó. La segunda era muy blanda; apenas se hundió. Cuando probó la tercera, era perfecta: se acomodó, cerró los ojos y durmió profundamente.
Mientras tanto, los tres osos regresaron a su casita del bosque. Papá Oso vio su plato de avena con apenas un bocado; Mamá Osa vio el suyo casi intacto; Bebé Oso vio su plato vacío y rugió de sorpresa.
Papá Oso dijo con voz grave: “¡Alguien comió mi avena!”. Mamá Osa añadió con voz dulce: “¡Alguien probó la mía!”. Bebé Oso gimió: “¡Alguien se comió toda la mía!”.
Bajaron a la sala. Papá Oso encontró su silla intacta; Mamá Osa vio la suya quieta; pero Bebé Oso descubrió su silla rota en el suelo. Bebé Oso gritó: “¡Alguien rompió mi silla!”.
Subieron al cuarto. Papá Oso notó la cama sin tocar; Mamá Osa vio la suya revuelta; Bebé Oso vio a Ricitos de Oro durmiendo. Ella despertó sobresaltada, vio a los tres osos y saltó de la cama.
Ricitos de Oro se puso de pie, muy nerviosa. Miró a Papá Oso, a Mamá Osa y a Bebé Oso, y con voz suave dijo: “Lo siento mucho. Solo tenía hambre y estaba cansada”.
Papá Oso la miró y suspiró. Mamá Osa le ofreció un poco de avena nueva y Bebé Oso dejó de rugir. Ricitos de Oro comió y conversó con ellos. Al final, salieron juntos al claro del bosque, cada uno con una sonrisa.
Y así aprendieron a compartir sin hacer daño: ricos y pequeños, grandes y fuertes, desde aquel día vivieron con cuidado y respeto... ¡y todos cenaron felices para siempre!