
Ricitos de Oro y los Tres Osos
Había una vez, en un bosque muy bonito, una cabaña acogedora donde vivían tres osos: un Papá Oso grande y fuerte, una Mamá Osa amable y cariñosa, y un Pequeño Oso chiquitín y juguetón.
Una mañana, Mamá Osa preparó una deliciosa avena para el desayuno. Pero ¡ay!, estaba demasiado caliente para comerla. "Vamos a dar un paseo mientras se enfría", dijo Papá Oso con su vozarrón. Y así, los tres osos salieron a disfrutar del sol de la mañana.
Cerca de allí, una niña llamada Ricitos de Oro, por sus hermosos rizos dorados, jugaba entre los árboles. Era una niña muy curiosa. Al ver la puerta de la cabaña un poco abierta, no pudo resistir y se asomó. Como no vio a nadie, entró.
Sobre la mesa había tres tazones de avena. Primero, probó la avena del tazón grande de Papá Oso. "¡Ay, qué caliente!", exclamó. Luego, probó la del tazón mediano de Mamá Osa. "¡Brrr, qué fría!", dijo tiritando. Finalmente, probó la del tazón pequeño del Pequeño Oso. "¡Mmm, esta está perfecta!", y se la comió todita sin dejar ni una gota.
Con la barriga llena, Ricitos de Oro quiso descansar. Vio tres sillas. Se sentó en la silla grande de Papá Oso. "¡Qué dura es!", se quejó. Luego, se sentó en la silla mediana de Mamá Osa. "¡Uf, qué blanda!", y se hundió. Finalmente, se sentó en la sillita del Pequeño Oso. "¡Esta es perfecta!", dijo contenta. Pero de tanto moverse, ¡cataplum! La sillita se rompió en pedazos.
Ricitos de Oro sintió un poco de sueño, así que subió las escaleras y encontró un dormitorio con tres camas. Probó la cama grande de Papá Oso. "Demasiado dura", pensó. Luego, la cama mediana de Mamá Osa. "Demasiado blanda". Finalmente, se acostó en la camita del Pequeño Oso. Era tan cómoda y acogedora que se quedó profundamente dormida.
Poco después, los tres osos regresaron de su paseo. "¡Alguien ha probado mi avena!", gruñó Papá Oso con su vozarrón. "¡Alguien ha probado mi avena!", dijo Mamá Osa con su voz suave. "¡Alguien ha probado mi avena y se la ha comido toda!", lloriqueó el Pequeño Oso con su vocecita.
Luego vieron las sillas. "¡Alguien se ha sentado en mi silla!", dijo Papá Oso. "¡Alguien se ha sentado en mi silla!", dijo Mamá Osa. "¡Alguien se ha sentado en mi silla y la ha roto!", chilló el Pequeño Oso.
Subieron al dormitorio. "¡Alguien ha dormido en mi cama!", rugió Papá Oso. "¡Alguien ha dormido en mi cama!", susurró Mamá Osa. "¡Alguien está durmiendo en mi cama!", gritó el Pequeño Oso.
El grito despertó a Ricitos de Oro, quien, al ver a los tres osos mirándola, dio un brinco del susto. Saltó de la cama, bajó las escaleras corriendo, salió por la puerta y no paró hasta llegar a su casa.
Y desde ese día, Ricitos de Oro aprendió a nunca más entrar en una casa sin antes tocar la puerta.
Una mañana, Mamá Osa preparó una deliciosa avena para el desayuno. Pero ¡ay!, estaba demasiado caliente para comerla. "Vamos a dar un paseo mientras se enfría", dijo Papá Oso con su vozarrón. Y así, los tres osos salieron a disfrutar del sol de la mañana.
Cerca de allí, una niña llamada Ricitos de Oro, por sus hermosos rizos dorados, jugaba entre los árboles. Era una niña muy curiosa. Al ver la puerta de la cabaña un poco abierta, no pudo resistir y se asomó. Como no vio a nadie, entró.
Sobre la mesa había tres tazones de avena. Primero, probó la avena del tazón grande de Papá Oso. "¡Ay, qué caliente!", exclamó. Luego, probó la del tazón mediano de Mamá Osa. "¡Brrr, qué fría!", dijo tiritando. Finalmente, probó la del tazón pequeño del Pequeño Oso. "¡Mmm, esta está perfecta!", y se la comió todita sin dejar ni una gota.
Con la barriga llena, Ricitos de Oro quiso descansar. Vio tres sillas. Se sentó en la silla grande de Papá Oso. "¡Qué dura es!", se quejó. Luego, se sentó en la silla mediana de Mamá Osa. "¡Uf, qué blanda!", y se hundió. Finalmente, se sentó en la sillita del Pequeño Oso. "¡Esta es perfecta!", dijo contenta. Pero de tanto moverse, ¡cataplum! La sillita se rompió en pedazos.
Ricitos de Oro sintió un poco de sueño, así que subió las escaleras y encontró un dormitorio con tres camas. Probó la cama grande de Papá Oso. "Demasiado dura", pensó. Luego, la cama mediana de Mamá Osa. "Demasiado blanda". Finalmente, se acostó en la camita del Pequeño Oso. Era tan cómoda y acogedora que se quedó profundamente dormida.
Poco después, los tres osos regresaron de su paseo. "¡Alguien ha probado mi avena!", gruñó Papá Oso con su vozarrón. "¡Alguien ha probado mi avena!", dijo Mamá Osa con su voz suave. "¡Alguien ha probado mi avena y se la ha comido toda!", lloriqueó el Pequeño Oso con su vocecita.
Luego vieron las sillas. "¡Alguien se ha sentado en mi silla!", dijo Papá Oso. "¡Alguien se ha sentado en mi silla!", dijo Mamá Osa. "¡Alguien se ha sentado en mi silla y la ha roto!", chilló el Pequeño Oso.
Subieron al dormitorio. "¡Alguien ha dormido en mi cama!", rugió Papá Oso. "¡Alguien ha dormido en mi cama!", susurró Mamá Osa. "¡Alguien está durmiendo en mi cama!", gritó el Pequeño Oso.
El grito despertó a Ricitos de Oro, quien, al ver a los tres osos mirándola, dio un brinco del susto. Saltó de la cama, bajó las escaleras corriendo, salió por la puerta y no paró hasta llegar a su casa.
Y desde ese día, Ricitos de Oro aprendió a nunca más entrar en una casa sin antes tocar la puerta.
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